Mis recuerdos, Por Vicente Carreño Carlos

A propósito de la fotografía publicada por Juan José Canovas, y como veo que os gusta traer a la memoria todas esas imágenes y recuerdos ...

¡Bueno bueno!... A propósito de la fotografía publicada por Juan José Canovas, y como veo que os gusta traer a la memoria todas esas imágenes y recuerdos, con los que nos sentimos identificados, y que no abrigan en nuestra historia reciente y en la de los que nos precedieron dándolo todo por nosotros, os dejo aquí este relato que preparé allá por el año 2013, en el que después de cerrar los ojos imagino todos esos escenarios para tomar fuerza, sentirme seguro y continuar disfrutando de la vida. Espero que os guste. Un abrazo.

Mis recuerdos.-

Por Vicente Carreño Carlos

Sí, recuerdo aquel Dyane 6 azul, descapotable; cierro los ojos y escucho su ruido, el de su limitado motor de 602 centímetros cúbicos y dos cilindros opuestos, escucho el sonido del viento cuando circulábamos a esos endemoniados 90 kilómetros a la hora. La capota enrollada y nuestro pelo revoloteando. No nos preocupaba despeinarnos. Recuerdo una cinta grabada que llevaba siempre, the is the second song on machine de Pink Floyd‘s.

Pero entonces… si continúo con los ojos cerrados, encuentro más recuerdos

Veo el Cine Rosa, su piso de tarima de madera, sus parcos, -no en vano era un Teatro-, recuerdo el olor a Zotal de sus aseos, sus asientos de madera, aquella taquilla donde hacíamos esas largas colas para sacar las entradas, sus butacas de madera, su gallinero con gradas también de madera, las paredes recubiertas de corcho y de paneles de fibra de vidrio; qué pena que acabara pacto de la especulación y de la mala gestión de la clase política totanera, incapaz ella de buscarle un sitio en los nuevos tiempos culturales que estaban y están por venir.

Recuerdo también el Cine Español; mas actual, mas reciente pero que igualmente ha formado parte de ese recorrido cultural y de entretenimiento, donde muchas generaciones de totaneros han visto el cine de los 40, 50 60 y 70 del siglo pasado. Su patio de butacas era más grande, pero no tenía palcos. También este hermoso lugar terminó arrasado por la especulación y la ambición urbanística, nadie supo buscarle su lugar propio en esta nueva etapa de endemoniado y errático crecimiento económico…

Viene a mi memoria la Posada que había en la Calle San Antonio, su amplísima puerta de entrada para carruajes, a un lado y otro del paso que conducía a los patios y corrales habían habitaciones, y locales para pernoctar. Había otra posada en Totana, estaba situada en la calle Sol, creo recordar que esta era mayor, su patio era más grande y tenía habitaciones en un segundo piso. Estos dos edificios terminaron sus días a la par que carros y carruajes tirados por mulas eran sustituidos por vehículos a motor.

Si mantengo los ojos cerrados me traslado a la Avenida Santa Eulalia y me sitúo frente a la fachada encalada de blanco, y sus puertas bien pintadas de azul año tras año. Era la Plaza de Toros que en verano se convertía en Cine. En el ruedo ponían unas sillas plegables de hierro repintadas todas las temporadas, en las gradas estaba general. En la cabina de proyección recuerdo al Chepe y su hermano, trabajando con esmero para que los cortes no se notaran mucho. Había una cantina que era un primor, allí comprábamos los bocatas y las gaseosas que fabricaban en una pequeña empresa familiar de la localidad, -El Curica-. Había jazmines en los patios de acceso a la cantina, todas las tarde rociaban la grava; estar allí en las tardes de verano era muy agradable. Este histórico lugar donde se celebraran mítines por el advenimiento de la Segunda República, corridas de toros, y cine en los meses de verano, también tuvo sus días contados; finalmente vino a convertirse en otro edificio más de esos que se hicieron en la década de los 80. Paradójicamente, en sus bajos se construyó un nuevo cine que vino a sustituir a los dos históricos cines antes derribados.

Paralela suerte corrió otro cine de verano, el Cinema Florida, situado al final de la calle San Antonio, casi extramuros de la Ciudad junto al molino y la fábrica de hielo del mismo propietario. También fueron agradables e inolvidables aquellas noches de verano, aquellas pandillas de chicos y chicas, aquellos primeros amores; era precioso ver la Calle San Antonio transitada por centenares de personas que acudían al cine noche tras noche.

Justo donde yo vivo ahora, estaba la Plaza de Abastos, era un edificio muy abierto, de dos plantas, con un patio central en el que había una fuente con grifos, a los lados de ese patio había unos corredores donde estaban situados los puestos, abajo frutas, verduras y tiendas de salazones; arriba pescaderías y carnicerías. Su arquitectura tenía formas árabes a base de arcos, terrazas y bóvedas. Pintada o encalada en blanco, sus puertas principales daban a la Rambla de la Santa, y tenía también unas escaleras muy grandes en anchura y altura, orientadas estas a la Balsa Vieja, -gran embalse de agua para riego-, que se solía subastar los domingos en el Alporchón. No he visto ninguna otra ciudad que en pleno centro histórico, justo al lado del Ayuntamiento y del principal templo, tenga un embalse de agua para riego. La Plaza de Abastos estaba construida con materiales de muy mala calidad y amenazaba ruina; hubo de ser desalojada y derruida allá por los años 80. La Balsa Vieja llevaba ya años sin recibir agua, y después de ser lugar para la colocación de atracciones de feria, pasó a ser rellenada, derribados sus preciosos muros de piedra y alisado el solar.

Alrededor de esa imponente balsa de agua de riego, había una gran manzana de locales comerciales que iba desde el final de la calle General Aznar, pasando por la Plaza de la Constitución y la Calle Puente hasta la Rambla de la Santa; ahí podíamos encontrar el Bar de Miguel, la Farmacia de Galera, la Barbería de Galvez, Confitería, la Tienda de Ropas de Juan Antonio Lorca, la Relojería de Carrasco, la ferretería de Antonio Muñoz, el Arco de Tirillas, la Tercena, la Barbería de Moisés Carlos, la Sombrerería de Gines Carlos, el Hoyo de la Alfalfa, la Taberna del Guardia, las Carnicerías y Zapaterías… Esta gran manzana fue expropiada a sus dueños en los últimos años del anterior régimen, con el paso de los años, unos entraron en situación de ruina y otros se vieron obligados a cerrar por ser inviables sus negocios. Todo quedó como un desierto y a la espera de remodelaciones y actuaciones urbanísticas municipales que luego no fueron muy acertadas.

La Rambla divide a Totana en dos grandes barrios, el de Sevilla y el de Triana, recuerdo los eucaliptos que había plantados a lo largo de las orillas de la Rambla, recuerdo lo suaves taludes de tierra que delimitaban el cauce hasta llegar a las casas, los talleres, las ollerías, las tiendas, los oficios, las cocheras, las fraguas (lugar de fabricación y arreglo de carros y carretas)… En esa rambla hemos jugado a todos los juegos posibles, era un espacio mágico para los juegos de la infancia. En ese espacio natural se instalaba el Mercado Semanal, se celebraba todos los años la Feria de los Burros, -así se llamaba en Totana a la feria del ganado-. De vez en cuando daba un susto de muerte y bajaba enfurecida y causaba ruina y mucho dolor, como todas las ramblas de Sur; por eso, toda su belleza natural terminó siendo sustituida por un monótono cauce de muros de piedra, con avenidas a ambos lados, farolas, y la consiguiente remodelación arquitectónica. El hombre deja de ser leal a la naturaleza para ganar en seguridad, comodidad y rentabilidad. Menos mal que se mantienen en pie los templos, las iglesias, las ermitas, la cárcel, los cuatro colegios construidos a mediados de los años treinta con la llegada del primer ayuntamiento de la Segunda República, la Casa de las Contribuciones, el Casino, la Casa de Lloret y algunas otras pocas construcciones familiares.

Otras cosas que vienen a mi memoria, son la Imprenta de Ignacio y Fernando Navarro, la Fábrica de Tintas para impresión, la Confitería de Tomás Carreño, la Fábrica de losas de Antonio Sánchez Guevara, y otra que se llamaba “La Violetera”, el Almacén de Antonio Romero (peladora y envasadora de Almendras), la Fábrica de conservas vegetales Triptolemos, la Almazara de José Serrano, los pozos para extracción de agua para riego, que funcionaban con gas pobre y al cuidado de los cuales estaban lo aventajados maquinistas…

La imprenta estaba situada en la Calle San Cristóbal, era una gran nave con máquinas a un lado y a otro, en cada lado había un potente motor eléctrico que hacía girar una polea, cada máquina estaba conectada e esa polea, y el operario impresor se encargaba de embragar o conectar su máquina para hacer su trabajo. Libros, papeles para exportación de frutas, catálogos, serigrafía de la época, papeles de contabilidad y administración de empresas, revistas de fiesta patronales, carteles, papeletas para lotería… allí las máquinas no paraban nunca. Durante la Guerra Civil llegó a imprimirse una moneda local que fue de gran utilidad en esos años de conflicto. La imprenta tenía además una oficina, un almacén para las resmas de papel y un espacio donde los impresores construían los textos carácter a carácter, uno a uno… aquel lugar era casi mágico, tenía decenas y decenas de cajones, que a su vez estaban divididos en pequeños espacios donde se depositaban las letras, los caracteres de muy diversas formas. La ausencia de herederos que continuaran la tradición, la llegada de nuevas técnicas de impresión, el paso de los años, todo ello ha contribuido la desaparición de este y otros muchos negocios; la imprenta fue desmontada, el edificio derruido y en su lugar ahora hay viviendas familiares y cocheras.

La Fábrica de Tintas estaba en el mismo entorno arquitectónico, era un espacio saturado de ruido por las características de las máquinas, -al fin y al cabo eran mezcladoras y refinadoras-, con las que se mezclaban los barnices con los correspondientes colores. Allí había un olor muy peculiar; Ignacio Navarro ,-que era el director-, tenía su pequeño laboratorio y lograba una gran calidad en las tintas que fabricaba, tanto para uso propio como para vender a terceros. Recuerdo a Ignacio y a Fernando Navarro ,-este último se encargaba de la imprenta-, con sus guardapolvos, de un lugar para otro, sin parar todo el día. Hay que decir que estaban al frente de al menos una docena de empleados y hablamos de los años 40, 50, 60, 70. Eran hijos de Fernando Navarro, que además de afamado Fotógrafo también fue impresor y ebanista.

La Confitería de Tomás Carreño, otro lugar entrañable, de ahí viene mi familia paterna, ellos se instalaron aquí allá por los años 30. El olor a pan, a merengue y crema tostada, el olor al baño de azúcar y licor mezclado para los bizcochos, el olor a canela, el olor a chocolate, la almendra tostada. La boca del horno con su pala apoyada en esa piedra desgatada de tanto arrastre, la puerta de guillotina que sube y baja… la creciente, la artesa, las viandas … Sí, el obrador de una confitería es lo más parecido al cielo, al menos para un chico a estas tempranas edades.

La Fábrica de Losas de Antonio Sánchez Guevara, situada en la Calle San Roque; primero recuerdo a Don Antonio, alto, elegante, con su cabellera blanca, ya mayor, serio pero amable, en su pequeño despacho. Él había sido el primer alcalde del primer ayuntamiento de la Segunda República en Totana, ya entonces era un joven empresario. Tenía esa fábrica un olor característico por la humedad, los cementos y los colorantes que se utilizaban. El proceso era manual y artesanal; las mezclas de colores y los diseños de dibujos los hacía el operario a base de movimientos repetitivos, depositaba los materiales (grava, cemento líquidos, colores…) en el molde, luego giraba un tornillo gigante mediante una palanca en el extremo de la cual se alojaba una pesa o fuerza de inercia, aquel operario la lanzaba girando esta sobre su eje y desplazando la fuerza de compresión hacia el molde, comprimiéndolo y exprimiendo el líquido sobrante… quedaba así la losa, lista para secar.

El Almacén de Antonio Romero era una gran nave industrial situada en pleno casco urbano, en la Calle Salvador Aledo. Allí llevaban la almendra en temporada, le quitaban el pellejo y la partían, para luego envasarla y poderla vender. El edificio tenía grandes paradores y grandes ventanales de madera, pintadas en color gris. Dentro había potentes máquinas peladoras y partidoras, que ocasionaban un ruido ensordecedor a las operarias y a los vecinos. Este almacén podría haber sido un lugar magnífico para un museo etnográfico de la ciudad y su comarca, pero acabó siendo escombro y solar para un nuevo edificio en la etapa reciente de burbuja inmobiliaria, -que por cierto-, todavía está sin terminar…

Todavía se conserva la gran chimenea del horno de la Fabrica de Conservas Vegetales de Triptolemos, situada en las afueras de Totana, junto a la Carretera Nacional. Otro gran edificio y solar que ha dejado paso a toda una urbanización, mas propia de épocas recientes.

La Almazara de José Serrano Pastor, situada en la Calle del Pilar, lugar donde se transformaba la aceituna en Aceite para consumo humano; lo chiquillos acudíamos a ver descargar la aceituna, nos agradaba el olor que desprendía la molienda y el prensado, luego observábamos el residuo cuando se lo llevaban.

Próximo a la Almazara estaba la Droguería de Sobejano, también este un lugar mágico por los olores, formatos y colorido de los productos que allí se vendían… perfumes, jabones, insecticidas, carburos, pinturas, colorantes, etc. Tenía aquel comercio unas estanterías de madera interminables, un mostrador de madera con cristal en su parte frontal, y una piedra de mármol blanco en su superficie. Detrás estaban sus jóvenes hijas que con verdadero primor y dedicación atendían a los clientes. Tenía Sobejano un almacén unos metros más allá donde trabajaban también sus hijos varones.

En los huertos y en los campos de Totana había centenares de pozos artesianos para la extracción de agua para riego. En los años 20, 30, 40, 50 y principio de los 60 funcionaban con motores de gas pobre, entonces había unos maquinistas que eran verdaderos especialistas y artesanos en hacer funcionar aquellas delicadas maquinarias, los cuidaban y los reparaban. En cada uno de estos pozos se construía una caseta o pequeña nave para proteger la maquinaria y guardar herramienta. En una de sus fachadas solía haber una balsa para acumular el agua extraída, entre la balsa y la caseta se dejaba un claro para poner una parra y tener así una sombra donde protegerse del Sol. Ese era un lugar excelente para el descanso y la tertulia amistosa entre obreros agrícolas, poceros y bañistas ocasionales. Todavía se ven algunos pozos y sus edificaciones, verdaderas joyas de una época reciente, símbolo de una economía y de una organización social que pronto entraría en crisis.

Vicente Carreño Carlos

Totana, Mayo 2013.

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