"Las manos de mi abuelo, Miguel Hernández y Galeano"

Solo conocí a mi abuelo Juan (a Alfonso, no lo llegué aunque haya indagado en su histora). Conservo de él gratos recuerdos que nunca quisiera perder en mi memoria. Al contrario. Ante cualquier circunstancia, siempre hay algo que me lo recuerda. Quizás ese hilo invisible, desde él, me une a mis nietos.

Lo comparaba con Miguel Hernández porque mi abuelo también cuidó cabras de pequeño y le gustaba mucho leer. Huérfano de madre; de pequeño tuvo que buscarse la vida en una situación complicada en los principios del siglo XX.

Tengo muchos recuerdos en mi retina, de mi abuelo Juan: Sentado en los poyos de la Torre, en el Cine de la Plaza de Toros, en un rincón de la zona donde los hermanos Che, manejaban la cámara, proyectando aquellas películas de romanos, pistoleros o de aventuras...

También cuando miraba el cielo en la noche y me explicaba las estrellas o la luna. A veces, le ayudaba a traer serrín de las fábricas de madera que había frente a la Estación. El serrín lo utilizaba para los animales, como "cama" o cuando llovía en la puerta de la casa.

En una ocasión -siendo un crío-, pasaba yo por una casa, en la calle de el Beso, que estaban reformando y entre los escombros, preparados para que los retirasen los que se dedicaban a eso en los carros (Lázaro, el "Merguizo" o el duo de "El Ceña y "El Pintáo"). Duro (durísimo) oficio de aquellos carreteros que algún día habrá que rescatar de la memoria como la de los Aguadores.

Entre aquellos escombros, de la calle El Beso, esquina Cánovas del Castillo, había un montón de libros que me llamaron la atención y le pedí permiso a los albañiles para llevarme algunos si los iban a tirar. Accedieron porque eran pasto de aquellos vertederos de escombro en los arrabales del pueblo.

Cuando mi abuelo Juan me vió llegar con ellos me pidió explicaciones por si los había cogido de algunos lugar y eso estaba muy mal. Le expliqué lo que me había pasado y me comentó que eran libros muy buenos y que los guardase.

Desde entonces, mi abuelo iba leyendo aquellos libros y me contagió la pasión por la lectura. Siempre lo observaba en todo. Pero especialmente en sus manos, cuando llenaba el vaso de vino, cuidaba la parra de la casa, leía los libros (sin gafas) o compartía la leche y el café con sopas de pan por la mañana, cuyo aroma recuerdo como algo único.

Le temblaba el pulso y alguna vez se lo decía: "Abuelo, te tiembla el pulso...". A lo que siempre me respondía, "Ya llegarás tu a mi edad...". Resaltaban en sus manos, unas venas señaladas y verdosas entre las manos curtidas.

A él también le interesaban mis manos y me señalaba las rayas de la palma de las mías. No recuerdo qué buscaba o interpretaba en ellas. Quizás buscaba la raya de a vida. A pesar de su pulso, era muy hábil pelando los higos de pala, quitando las pinchas con un espetón, o sacando las motas del ojo con el pequeño botón de nácar.

A veces yo me veía con las manos cogidas por la rodilla, con una pierna encima de la otra, en una postura clásica que incluso él la utilizó en la foto de boda con la Eusebia. Pero lo más chocante de aquellas manos eran las señales de las venas.

Hace unos días, en una reunión, mientras escuchaba y soñaba (me pasa muchas veces), miré las mías y observé que también se notaban las venas (verdosas), de una forma especial, como las de mi abuelo. En un segundo, se amontonaron en mi mente una tormenta de recuerdos a través de las manos, recordando las de mi abuelo Juan y comparándolas con las mías.

También recordé este pasaje de Eduardo Galeano:

“En el desigual combate contra el miedo, en ese combate que cada uno libra cada dia, ¿Qué seria de nosotros sin la memoria de la dignidad?.

El mundo esta sufriendo un alarmante desprestigio de la dignidad. Los indignos, que son los que en el mundo mandan, dicen que lo indignados somo prehistoricos, nostalgicos, románticos, negadores de la realidad.

¿Pero acaso no son reales las mujeres y los hombres que han luchado y luchan por cambiar la realidad, los que han creído y creen que la realidad (la triste y realidad actual) no exige obediencia?

Hemos venido a deciros que valió la pena. La realidad nos invita a cambiarla y nos obliga a aceptarla. Ella abre espacios de libertad y no necesariamente nos encierra en las jaulas de la fatalidad.

La realidad es un desafio, no estamos condenados a elegir entre lo mismo y lo mismo.

Tenemos las manos vacias, pero las manos son nuestras.”

Mi abuelo, Juan -como casi todo el mundo-, se marchó con las manos vacías. Pero con la dignidad de un buen hombre corriendo por sus venas tras una vida complicada en tiempos difíciles.

Pero las manos (aunque vacías) eran suyas. Quizás esas manos me hicieron reflexionar cuando vi que las mías se iban pareciendo a las de mi abuelo.

Juan José Cánovas

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