Primer aniversario de la nueva Librería Faro

Cumpleaños

Estamos de enhorabuena. Este mes celebramos el primer aniversario de la nueva Librería Faro. La ocasión me lleva a rememorar la apertura de la sección de librería en la antigua papelería, si no recuerdo mal, a principios de los 90. Tuve ocasión entonces de cubrir la noticia para TeleTotana, entrevistando a su alma mater, Damiana, con el entrañable Carlos Tapia. En el centro del local se había instalado un mostrador cuadrado, no muy grande, en donde uno podía encontrar los básicos para circular y algunas novedades: El Quijote, La Celestina, el Cantar del Mío Cid, La vida es sueño (cualquiera de los libros de lectura obligatoria en colegios e institutos), el entonces afamado Antonio Gala, las 1080 recetas de cocina de Simone Ortega, alguna cosa sobre embarazo, el Catecismo, cuentos clásicos infantiles, Tus zonas erróneas, no recuerdo si poesía, algo de novela contemporánea y poco más. En mi caso, aquella ocasión dio para mucho. No sabía yo que en ese poco más me iba a encontrar con un portal que daba entrada a mi futuro. Entre clásicos y básicos, un pequeño ensayo titulado Adiós al Progreso, de un tal Antonio Campillo, llamó mi atención. Ojeándolo, alguna frase despertó mi interés y me lo llevé. Después de leerlo, y aun sin haberlo entendido del todo, supe que era filosofía lo que quería estudiar.

La mañana que vi sus escaparates abiertos de nuevo, además de sentir alegría, me vino a la mente el pensamiento repentino y ajeno de: “madre-mía-dónde-se-está-metiendo-este-zagal”. Y es que parece que colectivamente empezamos a hacerle sitio a la idea de las librerías como establecimientos del pasado o en decadencia, basada en otra, aún peor, la de los libros como objetos en desuso o superados por otras formas de comunicación. Libros como mazacotes inertes de papel con mensajes e historias que esperan bajo plomizas tapas de cartón frente a libros como mariposas con cientos de alas y bellísimos patrones de colores.

Los libros satisfacen muchos tipos de funciones y necesidades: nos forman, nos informan, nos entretienen, nos hacen reflexionar, nos emocionan, nos acercan al mundo real y a mundos de ficción, a la complejidad de las personalidades y motivaciones de sus personajes, a sus visiones del mundo, nos insieren en la experiencia vívida del tiempo, nos ponen en contacto con el pasado, el presente y el futuro, nos liberan de su distancia, de su anacronismo y su rigidez, nos facilitan un diálogo permanente con los demás, cómodo, abierto, sosegado, reflexivo, por medio del cual el conocimiento, el pensamiento y el arte se distribuyen y se conservan mágica y azarosamente en las estanterías de nuestras casas, siempre disponibles. Los libros multiplican y mejoran nuestras vidas de un modo que no ha sido superado. Pasamos de la oralidad a la escritura y de ahí a la imprenta. Compartimos el primer logro con las civilizaciones antiguas (hay quienes defienden que hasta la de Gobekli Tepe, hace más de diez mil años) y el segundo con la modernidad. Y ahí estamos. No hay forma de mejorarlos, ni de empeorarlos.

El intento de sustitución digital al que asistimos para los llamados “nativos digitales” (como primera generación que se distancia del aprendizaje y de la lectura en papel) por medio del cual los libros y libretas se cambian por pantallas, según una cosmovisión en la que las relaciones sociales quedan intermediadas, codificadas y gestionadas por y en ellas, es una tragedia a la altura de la del Rey Edipo. Por tres motivos. Primero, porque las pantallas trituran la capacidad de atención y de comprensión lectora. Segundo, porque los aparatos digitales están diseñados para ser adictivos, (por lo tanto, anímicamente depresivos y, con ello, autolesivos para la propia imagen y concepción de uno mismo -mucho más, cuando esta se encuentra en fase de formación y desarrollo). Y, por último, porque su uso inalámbrico, que es el que mayoritariamente hacemos, posee riesgos para la salud que la industria convenientemente niega, oculta y falsea por el pingüe negocio.

El año se ha pasado en un voleo. En manos del amigo Dani Meca, y animada por su naturalidad y desparpajo, parece que la cosa no sólo va bien, sino que, además, con su innata fuerza centrípeta, está reuniendo en ella actividades culturales de todo tipo. Vamos, que hay que darse prisica para coger fecha porque la agenda la tiene siempre llena. El ir y venir de gente y la actividad que estamos viendo en ella nos están demostrando por la vía práctica que la idea de la superación de los libros se topa con alguna resistencia. Frente al abuso indiscriminado de las nuevas tecnologías, la escritura y la lectura en papel se revelan como técnicas analógicas esenciales para el futuro. Nos toca revisar críticamente el uso que hacemos de las pantallas, el lugar y la importancia que la tecnología ocupa y le damos en nuestras vidas. Más allá de su funcionalidad, necesitamos darnos cuenta y tener en consideración su toxicidad ambiental y social. Toca volver a los libros, a las bibliotecas, a las librerías, a las calles. Para celebrar el primer aniversario de la nueva Faro, acabo de terminar un estupendo librito, corto y deliciosamente escrito, que le encargué a Dani y que ya he recomendado a mis amigos: Por un ateísmo tecnológico. La cultura frente a la civilización informática, un pequeño clásico de Neil Postman. Lo que nos cuenta el autor va más allá de los tópicos que podamos entretener incluso a los más convencidos. Treinta y tantos años después, Postman nos devuelve a la revisión de la idea de progreso, mito del presente donde los haya, que ya se planteaba Campillo, asunto en el que hoy también se adentra Adrián Almazán en su Técnica y tecnología. Como conversar con un tecnófilo.

Dani, ¡felicidades!

María del Mar Rosa

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